04 enero 2018

Niebla en Tánger, Cristina López Barrio

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Entretenida novela para vacaciones. Novela con pretensiones de ser algo más que una candidata al Premio Planeta 2017 del que quedó finalista. Aunque la historia resulta enrevesada en algunas ocasiones, logra captar la atención del lector que viaja con Flora, la protagonista, a Tánger en busca de su amante de una noche que ha desaparecido sin dejar más rastro que una novela titulada Niebla en Tánger, plagada de anotaciones a lápiz y marcada con post- it. Cansada de su rutinaria vida de traductora de manuales de instrucciones de electrodomésticos, de su aburrido marido y de su infertilidad, decide iniciar un viaje de búsqueda de respuestas que cambiará su destino. En el relato se mezclan dos mundos: la realidad y la literatura, hasta tal punto que el lector no llega a saber en cuál de los dos se encuentra la autora de Niebla en Tánger, Bella Nur, o Paul Dingle, personaje de la misma. Este es el punto más interesante de esta novela: la metaliteratura que se produce en ella y las reflexiones en torno a los límites del arte y la vida: aparecen cuestiones planteadas por Óscar Wilde (en La decadencia de la mentira) como la de que la vida imita al arte y no el arte a la vida. También abundan las referencias literarias: Paul Bowles (residente en Tánger y autor de El cielo protector), Don Quijote, la magdalena de Proust y la obra en la que aparece, Werther (personaje creado por Goethe), el escritor Robert Louis Stevenson, etc. La trama se complica y Flora intenta desentrañar el misterio de la desaparición de Paul Dingle con la ayuda de Armand, un huésped del hotel en el que se aloja y con el que traba amistad. Al final todo se aclara y Flora regresa a Madrid muy cambiada y dispuesta a retomar su vida cambiando lo que no le gusta como le aconseja su psicoanalista argentina Deidé con la que se relaciona por Skype. Mención destacada merece la recreación de ambientes de la ciudad de Tánger que sirve de escenario a las dos novelas.

De la mano de Ankara reviví la alegría del Tánger de la época de mi madre. La primera vez que me llevó al Zoco Grande, un domingo de mercado después de mi regreso, me enamoré de la ciudad de nuevo. Percibí en la piel, en el estómago, que había nacido allí, que le pertenecía. Me había sentido extranjera en Moscú, en las lluviosas tardes de samovar, entre las niñas de manos frías y cabellos transparentes como el mío, pero en aquella tierra de luz cegadora me sentía en casa. Ankara hablaba con las mujeres ataviadas con sombreros de paja como el suyo y polainas de colores. El olor de las especias se mezclaba con el de los perfumes, el hedor de los mendigos, de los encantamientos que se hacían en la plaza, y supe que allí se recogía el olor del mundo, toda su belleza, toda su fealdad, toda la fantasía necesaria para soportarlo (pág.45).

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