20 noviembre 2015

Madame Bovary, de Gustave Flaubert

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He vuelto a leer esta magnífica obra y me ha vuelto a entusiasmar. Ver cómo una mujer puede desgraciar su vida y la de los demás por no sentirse a gusto con lo que le rodea constituye un verdadero ejercicio de impotencia para el lector, que asiste a tal destrucción sin poder evitarlo. La historia gira en torno a Emma, una joven que se casa con el doctor Bovary sin estar enamorada, que  tiene la cabeza llena de aventuras románticas, las cuales poco a poco la irán transformando en un ser insoportable, inconformista, derrochador, mentiroso e hipócrita, que no quiere a nadie, ni siquiera a su pequeña hija. El ansia de lujo, de amor y de aventura la llevarán a la perdición. Su esposo Charles la adora y disculpa todos sus fallos y engaños, achacándoselos a su delicada salud. Al final, tras dejar a la familia en la ruina, se envenena con arsénico y muere. Su esposo, incapaz de concebir su vida sin ella, también muere al poco tiempo. 
El personaje de Emma está magistralmente ideado y ejecutado: sus continuos cambios de humor, su actitud hacia su esposo -tan diferente a la que adopta con sus dos amantes-, su falta de instinto maternal, sus delirios de grandeza... Lo mismo ocurre con Charles, un hombre sencillo y enamorado, incapaz de ver el desastre que le rodea; el farmacéutico, obsesionado con la razón y la ciencia frente a la religión; los amantes de Emma, Rodolfo y León, que se sienten agobiados por ella; el comerciante, que conociendo el consumismo de ésta, le vende todo lo que puede y le presta el dinero que luego la llevará a la ruina; o el cura, que pretende resolverlo todo con su fe.
El estilo que utiliza Flaubert para contarnos la historia es realmente ejemplar. Como ejemplo, ahí van algunos fragmentos:

De todos modos no era feliz, no lo había sido nunca. ¿Por qué aquella insuficiencia de la vida, aquella corrupción instantánea de las cosas en que ella se apoyaba?...

Luego el cura (...) mojó el pulgar derecho en el aceite y comenzó las unciones: primero en los ojos, que tanto habían apetecido todas las suntuosidades terrestres; después en las ventanas de la nariz, codiciosas de brisas tibias y de aromas amorosos; después en la boca, que se había abierto para la mentira, que había gemido de orgullo y gritado de lujuria; luego en las manos, que se deleitaban en los contactos suaves, y por último en la planta de los pies, tan rápidos cuando corría a satisfacer sus deseos y que ahora ya nunca más caminarían.

Lectura imprescindible. 

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