He leído este relato de Julio Cortázar y me ha recordado la caravana que se formaba los domingos por la tarde, cuando regresábamos del Sur de Gran Canaria a
la capital tras haber pasado un día de playa. Mi padre conducía el coche, mi
madre iba a su lado en el asiento delantero y mi abuela y yo, detrás. Yo era
pequeña y si el atasco se prolongaba más de la cuenta, me tumbaba sobre las
rodillas de mi abuela y me ponía a contemplar el cielo. Recuerdo el tacto de
sus dedos jugando con mi pelo, el calor del sol pegado a mi piel, las imágenes
del mar grabadas en mi mente, el sonido del viento que, a veces, soplaba tan
fuerte que sacudía el coche, y las voces de mis padres que arrullaban mi sopor
convertido en sueño, cuando caía vencida por el cansancio de la jornada.
También me recuerda el lento avance de los coches, las pitas que sonaban cuando
algún conductor listillo pretendía pasarse de carril, los frenazos y arranques
de nuestro vehículo y la sensación liberadora del aumento de la velocidad
cuando la caravana se disolvía y continuábamos nuestro camino a casa.
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