Leemos en EL País:
No es frecuente que una novela empiece con las desenvueltas
respuestas de su autor a una hipotética entrevista de la que se han
suprimido las preguntas. Ahí se nos presenta Juan Marsé, en primera persona,
autor y protagonista de esta novela, aunque no sea exactamente
autobiográfica. También sabemos que corre el año de 1982, cuando el
escritor ha aceptado el encargo de escribir el esbozo de un guion de
cine sobre un asesinato que se cometió en un cine de su barrio, el
Delicias, en el lejano 1949 (una prostituta, Carolina Bruil, murió a
manos del proyeccionista Fermín Sicart, al que frecuentaba, estrangulada
con un trozo de celuloide de Gilda, la película que se proyectaba aquel día).
A Marsé le sigue gustando escribir novelas porque es su forma de respirar la vida y de defenderse de lo que la estorba
Estamos en 1982 pero también en 2015, por supuesto. Entonces y ahora Marsé estaba (y sigue) enfadado con la Iglesia católica,
los políticos españoles en general y el pleito independentista catalán
en particular y con quienes le preguntaban sobre sus opiniones al
propósito. En 1982 ya eran así las cosas, pero sólo en 2015 pudo
ocurrírsele que —¡en 1949!— actuaran en un programa de variedades del
cine Selecto, junto a la protagonista de su novela, Patricia Garbancio,
“intérprete de tango-sardana”, y Pilar Rajola, “contorsionista verbal”…
En 1982, sin embargo, sentía que todavía había palabras que la censura
tachó y que “parece que hay que sacarlas permanentemente una tras otra
de un pozo negro”. Eso le ha impedido continuar una novela que no acaba
de salirle (¿quizá Un día volveré, que le salió tan espléndida
en 1983?) y por eso ha aceptado escribir las notas del guion que
dirigirá un tal Héctor Roldán (muy parecido a Juan Antonio Bardem),
quien quería “un docudrama con mucho morbo”, pero que acabará siendo una
comedia erótica titulada Los ciegos amores de Manolita, que
realizará otro veterano director, José Luis de Prada, “momia del viejo
cine de pelucones y pupurrutas imperiales de Cifesa”, que puede ser
cualquiera aunque se llame como Sáenz de Heredia.
Pero en 2015 Marsé también sigue enfadado con el cine español, con el
que cree haber tenido mala suerte. Pero el cine le encanta y son
testimonio los fragmentos del guion escrito que reproduce nuestra
novela. Allí se plasma ese modo de revelación sensorial —imágenes,
hechos, palabras, sutiles movimientos de perspectiva— que Marsé siempre
ha asociado a los dos lenguajes: quizá es el modo ideal de intuir la
imagen hojaldrada, contradictoria, inacabable que nos da lo que llamamos
realidad. Por eso juega a las adivinanzas cinematográficas que le
propone la criada Felicia, que cree firmemente que en el cine —en una
frase, un actor o un título— está el secreto de vivir. Y en la
entrevista inicial, lo ha reconocido: “En mis ficciones la vivencia real
se somete a la imaginación que es más racional y creíble. En la parte
inventada está mi autobiografía más veraz”.
A Marsé le sigue gustando escribir novelas porque es su forma de respirar la vida y de defenderse de lo que la estorba: en ese sentido son sus autobiografías.
Como le sucedió a Pío Baroja, estos últimos relatos son más rapsódicos,
más angustiados y a la vez más libres y personales y hasta
enfurruñados, porque tiene que saber “qué papel me asigno yo, dónde me
sitúo en ese meticuloso recuento de anodinos despropósitos”. Para
saberlo ha regresado de nuevo al tiempo de aquella “España triste,
remendada y presumidita de la posguerra” y, como siempre también, con el
arma que vence a la erosión del tiempo, la memoria (que es, claro, “esa
puta distinguida” del provocativo título). De esto habla en largas
veladas con su personaje Fermín Sicart, el asesino de la prostituta
Carol, que presenta una curiosa paradoja del papel de la memoria.
Convicto de su crimen, Fermín fue tratado por un psiquiatra militar, el
coronel Tejero-Cámara (transparente contrafigura de Antonio
Vallejo-Nájera, una especie de doctor Mengele del franquismo), que logró
extirparle todo recuerdo de los motivos del asesinato. El guionista y
Sicart dialogan, por tanto, sobre un pasado vivaz pero carente de
motivos, lleno de presencias, invenciones, inexactitudes y sospechas
pero ausente de culpa. Conoceremos muchas cosas pero no sabremos si
Carol era confidente de la policía, si quiso a su marido, o si Fermín
Sicart mató a la muchacha porque sospechaba ser hijo de una prostituta.
La escena final es cine en estado puro: el autor contempla desde su
terraza a Sicart encendiendo un cigarrillo, calada la gabardina, al pie
de una “farola cegata” y “fiel a un pasado menesteroso, recosido y
funesto del que no sabía o no quería desprenderse”. El autor lo ha dicho
en la entrevista inicial: intentó hacer “una película sobre la
persistencia del deseo y las estrategias del olvido”. A favor de aquella
y contra las añagazas de estas se escriben todas las novelas de Juan
Marsé.
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